¿Profesión? Actor, dijo él y el empleado del hotel, para verlo mejor, alzó la vista, hasta entonces fija sobre la ficha de ingreso. María y yo estábamos detrás de ellos, del actor y la mujer que lo acompañaba, quiero decir. Nos hicimos a un lado para intentar reconocerlo y sí, yo lo conocía bien, era ese excelente actor y director de teatro, José… José no recuerdo qué, te cuento que mi memoria es desastrosa para los apellidos, pero María no, no sabía quién era, ella era más bien experta en televisión por esos tiempos.

Viajamos a San Clemente en los dos coches. Fue la primera vez que lo hicimos así. De veras me hubiera gustado ir al lado de Aníbal como siempre, sobre todo porque manejar de noche me agota y él tiene mucha resistencia. No sé cómo hace, nunca parece cansado. Me dice vamos María, es cuestión de costumbre, cuanto más conduzcas y disfrutes del manejo menos pesado se te va a hacer. Debe tener razón, sólo que para mí la conducción no es algo tan agradable.

San Clemente en octubre tiene un aspecto muy particular. Si bien uno puede llegar durante algún concurso de pesca y ver entonces un poco más de movimiento, la calle principal, un hervidero de gente en verano, ahora está en penumbras, casi vacía. Unos cuantos galgos andan en manada, revisan una bolsa de basura, olfatean, no encuentran el olor buscado y prosiguen en grupo. Uno de ellos se demora un poco más, huele unos restos no detectados por sus compañeros. Decide que ahí no hay nada comestible y corre para alcanzar el montón que, sin perder tiempo, se abre en abanico para analizar en conjunto otros sacos de desperdicios. Todo esto ven María y Aníbal desde la ventana de uno de los únicos dos restaurantes abiertos. Llegaron justo a tiempo para cenar, a esta altura del año no hay vida aquí después de las diez de la noche.

Cenamos casi en silencio. María se mostró muy amigable. Como hicimos todo el trayecto cada cual en su automóvil, teníamos bastante para decirnos luego de tres horas en soledad, pero creo que no quisimos romper el encanto del momento, íbamos a hablar mucho durante el fin de semana. Era imprescindible un cambio. Norte y sur, paisaje ardiente y viento helado, selva y desierto. Así éramos nosotros. Por eso estábamos de nuevo acá, en San Clemente, como cuando nos conocimos cinco años atrás.

Una vez que descubrió a don José Franco, director de “La zorra y las uvas” de Figueiredo en el Teatro de la Gorra, Aníbal le palmeó la espalda y le dijo qué casualidad maestro, encontrarlo así, en una época sin gente en este pueblo. Perdón, ciudad, se disculpó dirigiendo la mirada al empleado del hotel. Encontrarlo justo acá, registrándose al mismo tiempo que nosotros. Don José le transmitió su entusiasmo por la pesca de la corvina, su descanso de la actividad artística, el reposo de la locura que se vive en la capital. Qué bueno, agregó Aníbal. Las mujeres sólo sonreían, no participaban del encuentro. Qué bueno, don José, nos podemos encontrar en el muelle, a mí me encanta pescar. Luego elogiaron el sur, tan despoblado, con paisajes hermosos y tanto para hacer allá. Aníbal y María nunca habían viajado al sur, no, a ella no le gustaba la soledad, siempre prefirió el ruido de las grandes ciudades.

A mí me agradaba la ciudad, a él el sur. Así éramos nosotros. Teníamos mucho que decirnos pero durante la cena hablamos poco, Aníbal casi no abrió la boca, sonreía apenas y se mostró muy galante. Si voy a ser franca, yo tampoco fui elocuente, en el fondo estaba claro qué debíamos decirnos y eso hizo innecesarias las palabras. Todo estaba claro. Nuestra vida fue un infierno los dos últimos años. No podíamos seguir de esta forma. La situación mostraba sólo un camino posible: mejorar. Por eso elegimos este sitio, el sitio donde hace cinco años nos conocimos. Cambiarlo todo, ésa era la idea, un cambio de piel, volver de alguna manera a aquel momento tan lejano. Ser felices de una vez por todas y en lo posible para siempre. Como nos prometimos aquella noche en este mismo pueblo.

María no usó muchas palabras mientras cenábamos, pero dijo lo esencial. Repitió nuestra antigua promesa y eso movió mi emoción, me trajo recuerdos. Ser felices, ésa fue nuestra remota promesa. Dejamos el restaurante. Unos cuantos perros poblaban la calle principal en busca de comida. No repararon en nosotros. Los coches estaban estacionados en la puerta del hotel, de modo que caminamos de regreso las tres cuadras que nos separaban de nuestro alojamiento del fin de semana. Ahí nos registramos, tarea que habíamos dejado para después de comer, no fueran a estar cerrados los únicos lugares que trabajaban hasta las diez. Por coincidencia encontramos una personalidad del teatro que me hizo recordar mi ausencia de las salas en los últimos tiempos. María nunca gustó de este tipo de espectáculos. También recordé mis continuas críticas por su fanatismo con el televisor. Otra más de nuestras frecuentes diferencias. Norte y sur. Para eso estábamos aquí. Para superarlas desde el origen. Equivocamos el camino. Pero si nos animábamos a retornar al principio sabíamos, estábamos seguros de no fallar otra vez, lo íbamos a hacer mejor esta vez y podríamos entonces ser felices como nos lo prometimos.

Qué rápido pasó el tiempo. El fin de semana se nos hizo corto. Ayer por la mañana vinimos al muelle y hoy otra vez estamos en él, con un mar encrespado, sus altos rizos azules chocan con particular ritmo sobre los leños y se desgranan en una lluvia de chispas transparentes. Don José es un pescador experto y muy simpático. A diferencia de nuestro encuentro el viernes en la noche, ahora su esposa se muestra más abierta; María conversa con ella como no lo hizo conmigo en todo el fin de semana.

Aníbal me dijo vamos, María, y por primera vez en mucho tiempo me dejé llevar sin contradecirlo. Caminamos por la playa como me gusta, tomados de la mano. Fue un hermoso gesto. Mientras paseábamos con los pies descalzos sobre la arena, charlamos bastante, luego nos detuvimos y nos dimos un beso cargado de ternura. Un bello gesto. Me encanta recorrer la playa, Aníbal prefiere quedarse quieto, silencioso, de cara al mar, durante minutos eternos. Nunca pude comprenderlo.

El domingo comieron casi a las tres de la tarde, acompañados por don José y su esposa. Charlaron y rieron. Nos retiramos a descansar, dijeron el actor y su mujer, pero dejaron su teléfono y dirección antes de irse. María y Aníbal tomaron un par de tragos y también rieron de algunas ocurrencias de él. Luego —ya oscurecía— fueron hacia los autos. En el camino detuvieron sus pasos sólo una vez para estrecharse en un instante que pareció muy largo, sin apuro. Tenían toda una vida por delante.

Arranqué primero, María no conoce el camino de salida. Di varias vueltas por las calles de San Clemente hasta encontrar la carretera que va hacia el cruce. Una vez en la salida, reduje la velocidad y saqué el brazo por la ventanilla para indicarle que pasara adelante. Ella no conduce tan rápido y prefiero seguirla a su propio ritmo. Al sobrepasarme, me miró con una sonrisa pícara que conozco bien y me mandó un beso con el índice sobre los labios. Anduve detrás unos dos o tres kilómetros. Ahí, en el empalme, tomamos la ruta del norte, hacia la capital, hacia la casa en que hemos vivido los últimos cuatro años. La ruta del norte. Al llegar a la primera desviación le hice guiños con la luz. Ella me respondió encendiendo en forma alternada las luces direccionales traseras. Izquierda y derecha, izquierda y derecha. Era nuestro habitual saludo cuando viajábamos en los dos coches. Teníamos toda una vida por delante. En el desvío giré a la izquierda. María continuó al norte. Ésa era su vida, la casa que una vez eligió, su ciudad, sus costumbres. Yo iba hacia el oeste, pero pronto viraría rumbo al sur. Despoblado, hermoso, con mucho para hacer. Ambos comenzábamos a ser felices. Como nos habíamos prometido.

Mario Ferrari, "Relatos en tres dimensiones", 2004

Algo salado. Saboreo algo salado. ¿Así será la muerte? Por cierto que sí, qué pregunta. Me siento bien, confortable, como flotando, la vida que seguramente se está escurriendo de mi cuerpo todavía me da un último momento de placer. Salado. No sé si el gusto viene de adentro, o de mi piel. Recuerdo el último cigarrillo. Qué tontería, ya no hay tiempo para nada. Me voy, mi cuerpo se va yendo al final, desde donde no volverá. Ni cigarrillo ni alcohol, ni un orgasmo postrero que me recuerde la vida, ya no hay tiempo para volver atrás por un último goce. Es la muerte de todo. Pero en mi cuerpo hay satisfacción, un placer húmedo, ingrávido. ¿Un cigarrillo dije? Es que no creo haber fumado nunca. Hay un momento de duda. ¿Era yo hombre? Por momentos me recuerdo mujer. Siento que mi padre está aquí. No lo veo, sólo lo siento, sé quién es más allá de su cuerpo. Padre, me voy, me estoy yendo, mi vida se acaba, no puedo verte. Tu hija está aquí, se va, padre. Tu hijo. Escucho su voz, lo amo, amo a mi padre. Lo odio. No es su voz, es lo que piensa, madre. A ti te siento en mí. Algo me lleva hacia adelante, fuerte, directo. Se frena. Ahora continúa. Ya no estoy cómodo. Esto está terminando, mi vida se va. El hombre está de pie y piensa: un poco más hijo, aguanta un poco más. Un pequeño esfuerzo y estaremos juntos. Mi padre. Puedo leer su pensamiento. Llora y se dice, me dice: tan inocente en un mundo malvado. Desde aquí no puedo hablarle, convencerlo de que no, no padre, no te equivoques. No puedo hablar pero lo sé todo. No soy inocente, lo sé todo. Un manojo de negros cabellos asoma por el hueco de la vida, húmedo, viscoso. Un sabor salado. Siento un sabor salado y ahora la boca seca. ¿Ya estaré muerto, padre? Todo se me olvida, ya no recuerdo nada, sólo a ustedes. Madre, me voy, padre, no te preocupes. El hombre ve salir una pequeña forma humana, una nueva vida en un cuerpecito amado, y solloza. Oye una sinfonía surcando el aire, algo que no es triste ni risueño pero es enorme, no puede evitar las lágrimas. El doctor arropa al niño, lo seca. Un segundo médico le quita la manta. Al apoyar la carne flamante sobre la báscula, el niño siente frío. Grita y su grito ya no es de muerte. Es un grito nuevo.

Mario Ferrari, "Relatos en Tres Dimensiones", 2004